San Isidro labrador





San Isidro labrador
4 de abril de 1082
 30 de noviembre de 1172
Siempre se ha dicho que los mejores exegetas
 (interpretes de la Sagrada Escritura)
 son los santos, pues ellos han escrito con su vida
 la mejor interpretación de la Palabra de Dios que, 
como dijo el profeta a Isaías, es como el agua de lluvia:
 no vuelve a los cielos sino es después de haber empapado la tierra.

 En la vida de San Isidro Labrador, vemos realizadas
 y explicadas las sentencias más importantes de las lecturas 
de la liturgia de su fiesta:
“Lo poseían todo en común 
y no llamaban suyo propio nada de lo que tenían”
 (del libro de los Hechos)

“El que permanece en mí y yo en él, 
ése da fruto abundante”
 (Evangelio de San Juan)



San Isidro labrador, se lleva la lluvia y trae el sol,
 dice el refranero popular
Hoy se celebra la festividad del patrón de los agricultores
 y también de la capital de España
 que hoy vive su día festivo por excelencia.
Felicidades a todos los madrileños. 



La ermita de San Isidro en un óleo de Francisco de Goya,
 pintado para la serie Cartones para tapices.

Actualmente se conserva en el Museo del Prado, 
Madrid en la segunda planta, en la sala 93.
 Representa la Ermita de San Isidro y la celebración
 de las fiestas de San Isidro Labrador.

Obra realizada en la primavera de 1788.
 Fue vendido a los duques de Osuna en 1799, 
y estuvo en el palacete de La Alameda, en Madrid. 

El duque de Osuna lo vendió en 1896 y lo adquirió
 Pedro Fernández Durán, quien lo legó al Museo del Prado,
 donde ingresó a su muerte, en 1931.



La pradera de San Isidro (1788) 
es un boceto de Francisco de Goya,
 pintado para una serie de cartones para tapices destinados 
a la decoración del dormitorio de las infantas 
del Palacio de El Pardo. 
Con la muerte de Carlos III el conjunto del proyecto quedó
 inacabado, y el cuadro, previsto para medir siete metros
 y medio de longitud, quedó en un minucioso apunte. 
El boceto pasó a propiedad de los duques de Osuna hasta 1896, 
año en que fue adquirido por el Museo del Prado.
 A pesar de su pequeño tamaño, ha llegado a convertirse
 en el modelo iconográfico del Madrid goyesco.


 “El labrador aguarda paciente el fruto valioso de la tierra (…) 
 Llamamos dichosos a los que tuvieron constancia” 
(de la Carta del Apóstol Santiago)







Una aldea, Mayoritum, era el Madrid de hoy.
A finales del siglo XI, le ve nacer en el reinado

 de Alfonso VI de Castilla.


Recibe el Bautismo probablemente en la Parroquia de S. Andrés.

 Le llaman Isidro, síncope de Isidoro, en recuerdo 
del insigne arzobispo de Sevilla.


Padres muy pobres.

 En su corazón infantil cultivan el amor a Dios.
 Le enseñan a no ser egoista y 
a ayudar a niños más necesitados.


La precaria situación económica familiar le obliga 

a dedicarse desde muy pequeño a las
 rudas faenas del campo.


Gregorio XV afirma al canonizarlo, que 

“nunca salió a su trabajo sin oír muy de 
madrugada la Santa Misa y encomendarse
 a Dios y a su Madre Santísima”.

Huérfano a los pocos años, se ve abandonado. 

Trabaja como labriego de varios señores. 
Vera es uno de ellos. 
Sus compañeros le acusan ante Vera de que descuida 
el trabajo por estar embebido en la oración.




La maledicencia que le acechará a lo largo de su vida 

se empieza a desatar. No se altera, 
y con elegancia evangélica perdona y olvida.

La conquista árabe llega a Madrid. 

 El miedo obliga a abandonar la villa. 
Isidro emprende ruta hacia el Norte. 
Se detiene en Torrelaguna, 
donde tiene algunos lejanos parientes

. Un rico labrador le encarga de cultivar sus fincas.
De nuevo sus compañeros de labor no tardan en hacerle

 falsas acusaciones de ser un beato descuidado de sus obligaciones.
El amo ignora la fidelidad laboriosa de Isidro.






El santo con paciente humildad soporta la calumnia 

y la prueba, pero defiende su dignidad con entereza.
 Encarna las virtudes propias del castellano viejo: 
Laboriosidad, honradez, discreción.

Era costumbre en Castilla que el señor entregase como salario 

a sus criados unas parcelas de tierra, el pegujal. 
Trabaja su pegujal y logra cuantioso grano.

La avaricia del amo coloca al santo en trance difícil. 

Calma las iras del dueño. Le dice: 
“Tomad, señor, todo el grano. 
Yo me quedaré con la paja”.

 El poco trigo que entre la paja había quedado,
se multiplica milagrosamente con pasmo de todos.

En Torrelaguna conoce a María, con la que contrae matrimonio.

 Ella es cristiana recia, amante del trabajo y asidua en la oración. 
Será Santa María de la Cabeza, y durante muchos
 años se santifican juntos.

Los esposos desean consagrarse más a Dios, y deciden vivir separados. 

María se retira a una ermita y el santo permanece solo. 
Volverían a unirse en los últimos años de su vida 
y tienen un único hijo.





Vuelven a Madrid. 

Juan de Vargas, encandilado por sus cualidades,
 le pone al frente de sus riquísimas posesiones que se 
abren hacia la anchurosa meseta.



El santo no cultiva su prado, y trabaja los campos de Juan.

 Al anochecer, se descubre siempre respetuoso ante su señor
 y le dice: “Señor amo, ¿a dónde hay que ir mañana?” 
Vargas le señala la tarea de la jornada.
 Sembrar, arar, barbechar, limpiar y
 podar vides o levantar la cosecha.

Trabaja en los campos de Atocha,

 Carabanchel, Getafe, Móstoles, las orillas del Jarama,
 o las riberas del Manzanares.

Rebosa felicidad mirando a Dios en la naturaleza, 

y adorándole presente en su alma.
 Dicen que nunca se fatigaba. 
Falso. Pero en la fatiga ama la misma fatiga,
 pues el amor le hace encontrar descanso en el trabajo.

En los últimos años de su vida, cuando Isidro está aquejado

 por grave enfermedad -tiene unos noventa años-, 
María vuelve de la ermita para cuidarle. 
Próximo a expirar, 
“hizo humildísima confesión de sus faltas,
 recibió el Viático y exhortó a los suyos
 al amor a Dios y al prójimo”

Felipe III se libra de una enfermedad por su intercesión, 

y solicita su beatificación. Paulo V la decreta en 
24 de junio de 1619. 

Tres años más tarde Gregorio XV lo canoniza
 en 13 de mayo de 1622.

Calderón de la Barca, el maestro Espinel, Lope de Vega 

 y Guillén de Castro, entre otros, le cantan en versos inmortales.
 No hizo nada extraordinario,
 pero sembraba en la tierra una cosecha de eternidad.


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